El relijo

Por Marisa Mesina.

(Para Mari, Erika y Grace, esperando que sigan riendo)

Cuando tenía nueve años, era muy feliz en la época de las fiestas guadalupanas.

Mi madre me había hecho mi traje tradicional, de cuadrillé, bordado de rojo, con la Virgen de Guadalupe en la parte central del frente de la blusa y grandes flores en la parte baja de la falda. El tejido rojo de los costados de la blusa permitía que, aunque crecieras, la blusa pudiera seguir usándose ya que incluso, se podían agregar unas líneas de ganchillo en la parte baja. La falda también crecía cuando crecía la mujer que lo portaba, ya que era amarrada  con largos cordeles que podían dar varías vueltas en la cintura y también se añadían líneas de ganchillo en los bajos, para que durara muchos años.

Era y es, una artesanía muy cara y había que cuidarla y usarla lo más que se pudiera. Antes de la época de la colonia, la tela del traje era  manta y los bordados no tenían la Virgen  de Guadalupe. Era un traje que se usaba en la fiesta del acabo. Con el tiempo, el sincretismo fusionó ambas tradiciones y abonó a la tradición católica.

Me encantaba usar ese traje y sobre todo, ir a la calle para mostrarlo y mostrarme, con todo y el mantón sobre la cabeza, debajo del cual se vislumbraban las trenzas adornadas con estambre de color rojo, a juego con el atuendo y con sendos collares de cuentas de colores de vidrio, del mismo material con el que hacían y hacen las esferas para los árboles de navidad, solo que las cuentas de los collares eran pequeñitas y casi nunca duraban más allá de las fiestas, por lo que habíamos de estrenar cada año.

Así vestidas, las niñas del barrio y yo nos sumábamos a la peregrinación y casi siempre nos acompañaba una vecina en la cual nuestras madres confiaban y que nos llevaba ida y vuelta hasta el templo de La Lupita, como cariñosamente se le dice a la Virgen en Tecomán. En el camino, se cantaba y se rezaba con mucha fe y poco entendimiento y en ese tiempo tuve mi primer conflicto religioso, ya que nos pedían que cantáramos la canción de “La Guadalupana” en versión barrio, pero como yo no le entendía, decidí no cantarla y eso me hizo ganar fuertes reprimendas por parte de la vecina cuidadora.

Y es que yo si quería cantar, pero siempre me ha costado mucho trabajo repetir las cosas cuando no las entiendo. En el barrio, los coros de las señoras y señores, entonaban con mucho entusiasmo “Este es el relijo, este es el relijo, este es el relijo para hacer mi altar”. Cuando yo pregunté sobre  esa palabra en particular, mi vecina muy molesta me dice “tu no preguntes y canta” y eso es algo que no podía hacer. Callé mi voz y solo movía mis labios para que la vecina no me riñera y así sobreviví sin zoquetes esa noche de  fiesta y fé, que fue la última donde canté.

Llegando a casa y los días subsecuentes pregunté a mis amigos si sabían que era el relijo, pero nadie supo darme razón. Busqué la palabra en el diccionario y tampoco. Era una palabra secreta, suponía yo, que seguramente se decía para invocar a la Santa Virgen. Mis amigas, por su parte, me decían que le daba mucha importancia a algo que no la tenía. No me atrevía a preguntarle a ningún adulto al respecto, por temor a otro regaño y con el tiempo la olvidé.

Seguí llendo a la fiesta de la Virgen, seguí vistiendo el traje tradicional, hasta que mi mamá dejó de coser y bordar para mí y luego nos vinimos a vivir a Colima capital. Tenía más o menos 16 años cuando, yendo a Catedral, alguien en el trayecto me regaló una hoja donde venía el canto de “La Guadalupana”. Era la primera vez que lo veía escrito . En ese momento me acordé del relijo y lo busqué en el escrito.   Mi sorpresa fue muy grande cuando no lo encontré. En su lugar había otras palabras que sí entendí: “Este cerro elijo, este cerro elijo, este cerro elijo para hacer mi altar”. No paré de reír cuando la leí. Era sumamente divertido enfrentar la realidad. El relijo no existía.  Sentí un alivio muy grande al leer esa hoja y me devolvió la fe en mi misma y en que no estaba equivocada por cuestionar ante una duda tan grande. Entendí que la fe ciega no es saludable y que a veces  los adultos no tienen razón.  Ahora se que no fui la única con esa duda. Tengo por lo menos dos amigas que, conversando conmigo, me comentan que tuvieron la misma duda que yo y el relijo las acompañó gran parte de su vida.

Indudablemente, la capacidad de cuestionar  configuró mi carácter y seguramente que contribuyó para que más de una vez me hayan catalogado como persona con  “problemas con la autoridad”. Pero también me enseñó, como madre  y como profesora universitaria, a jamás imponer a mis hijos, ni a mis alumnas, un punto de vista, no sin antes comprobar que lo que les estaba diciendo o pidiendo que hicieran tenía altas posibilidades de ser verdad.  Sigo siendo de la misma manera.

Muchas personas  de mi edad, no tuvieron posibilidades de cuestionar a los mayores, por la amenaza de recibir más que una reprimenda. Los golpes en la formación de la niñez y las juventudes eran mucho más frecuentes antes que ahora, época en la cual, esa forma de educar se considera en desuso, por la carga de violencia que implica en la formación o mas bien, deformación, de las nuevas generaciones.

Celebro que ahora las personas, sin importar la edad, puedan cuestionar los puntos de vista de otros y conformar así sus propios argumentos y que no se queden con una opinión dada por alguien, solo porque es de más edad. Ser capaz de construir en la diferencia de opiniones permite la convivencia pacífica y sobre todo, crear entendimiento entre las personas.

Tengo que confesar que  celebro el  relijo, que todavía a los años, me da de que hablar y sobre todo, mucho que reír cuando lo cuento. Hoy me doy cuenta que si existe, aunque solo sea en palabra.

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